Miles de tucumanos se dieron cita para conmerorar el Día del Niño por Nacer, acompañados por nuestra Madre de la Merced, a quien renovaron su Amor y Fidelidad. La inclemencia del tiempo no fue obstáculo para orar entorno al altar y defender el SI a la Vida desde la concepción.
La homilía de Monseñor Zecca, que no pudo ser leida por la copiosa lluvia, la compartimos a continuacion; «defender la vida del niño por nacer, la virginidad de María» fueron los puntos centrales; exhortando a los tucumanos sean católicos o no «a respetar la vida, derecho innegociable».
Anunciación del Señor
Día del Niño por nacer
“El Señor al entrar en el mundo dijo: ‘Aquí estoy, para hacer, Dios, tu voluntad”. Estas palabras de la antífona de entrada de esta Misa de la Anunciación del Señor, tomadas de la Carta a los Hebreos, más precisamente del pasaje que es proclamado como segunda lectura, nos introducen en el núcleo del misterio que hoy celebramos: la encarnación del Hijo de Dios en el seno inmaculado de la siempre Virgen María mira, en efecto, a la redención que consuma, en la Pascua, el designio salvífico concebido por Dios desde toda la eternidad. “Encarnación redentora”. Esa es la fórmula que San Juan Pablo II utiliza en su Encíclica Redemptor Hominis.
“La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” reza la antífona del Aleluya que precede a la proclamación del Evangelio, al tiempo que la antífona de comunión nos trae nuevamente a la memoria el texto del Profeta Isaías proclamado como primera lectura: “Una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamará con el nombre de Emmanuel”.
En la magnífica sencillez de estas antífonas la Iglesia expresa su fe. La misma que profesó desde los inicios cuando, en el Concilio reunido en Éfeso, en el año 431, proclamó “que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios –Theotokos– mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno” (CEC n. 466). El anuncio contenido en el claroscuro de la profecía de Isaías (cf. Is 7,14) se hace verdad en lo afirmado en el Evangelio de Juan “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14) y, finalmente, plenifica su contenido salvífico en la afirmación de la Carta a los Hebreos (cf. 10,5-7) que hace referencia a la libre entrega sacrificial de Jesús. Una expresión sintética del sentido salvífico de la encarnación la encontramos en el Credo Niceno-Constantinopolitano cuando confesamos: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre” (CEC 456). El Catecismo de la Iglesia Católica, citando a San Ignacio de Antioquía, da ya testimonio de este vínculo: “El príncipe de este mundo ignoró la virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios” (CEC 498).
En este silencio queremos detenernos para reflexionar este magnífico pasaje del Evangelio de San Lucas que acabamos de proclamar. María, desposada con José, recibe la visita del Ángel Gabriel que, al saludarla, la proclama “llena de gracia”. Ella queda desconcertada ante el saludo. Un saludo que hace referencia a la predestinación de María a quien Dios, desde toda la eternidad, había elegido para ser madre de su Hijo y, en orden a este Hijo, la había preservado, ya desde su concepción, del pecado original. Por ello la confesamos Inmaculada y también la confesamos, apoyados en la Revelación divina y en la perenne Tradición de la Iglesia “siempre Virgen”. Virgen antes, durante y después del parto.
Ante el desconcierto, ciertamente entendible de nuestra Madre del cielo, el Ángel le dice “No temas, María, porque Dios te ha favorecido –y le anuncia– Concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo”.
María, ciertamente, no atina a comprender del todo semejante anuncio. Pero responde con fe, con la apertura total del corazón a la voluntad de Dios: “Yo soy la servidora del Señor, que se haga en mí según tu Palabra”.
Detengámonos todavía en dos elementos fundamentales de este misterio. El primero es el de la encarnación del Señor. La Iglesia llama “Encarnación” al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo, por ella, nuestra salvación. A esta realidad aluden el pasaje ya citado de la Carta a los Hebreos y el hermoso himno de la Carta a los Filipenses cuando dice que Cristo se hizo semejante a los hombres, tomando la condición de siervo y humillándose hasta la cruz (cf. Flp 2,5-8). El misterio de la Encarnación es central en nuestra fe cristiana al punto que es, según el Catecismo de la Iglesia, “el signo distintivo [de la misma]. Es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio de la piedad”: “Él ha sido manifestado en la carne” (1 Tim 3,16) (CEC 463).
El segundo es la maternidad de María Virgen. ¿Por qué misteriosa razón quiso Dios que su Hijo naciera de una virgen? La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como padre más que a Dios (cf. Lc 2,48-49). Fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María porque él es el Nuevo Adán (cf. 1 Co 15,45) que inaugura la nueva creación. Más aún, el nuevo nacimiento de los hijos de adopción en el Espíritu Santo por la fe. En este misterio se inaugura un nuevo orden de cosas: el que era invisible por naturaleza se hace visible en la nuestra. El mismo que es Dios verdadero es también hombre verdadero y en él, con toda verdad, se unen la pequeñez del hombre y la grandeza de Dios.
Queridos hermanos, no quiero extenderme más en la reflexión sobre este insondable misterio de la encarnación que celebramos con toda la Iglesia en este día con la Solemnidad de la Anunciación del Señor. Pero sí, sacar algunas conclusiones que hacen al respeto por la vida de todo hombre desde el mismo momento de su concepción. Una verdad afirmada no sólo por la fe, sino corroborada por la ciencia biológica.
La Revelación divina confirma que “El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22) lo que pone de manifiesto el valor incomparable de cada persona humana. Tanto la fe cristiana como el derecho natural, susceptible de ser descubierto y reconocido por todo hombre que se abra honestamente con su razón a la verdad nos señalan el valor y el derecho a la vida como el primero de los derechos humanos. No puede dejar de llamar la atención y ser calificado como un signo de profundo deterioro social el hecho de que, después de descubrir afortunadamente la idea de los “derechos humanos” como derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación de los Estados, se incurra hoy en una sorprendente contradicción: en el momento en que se afirma solemnemente el valor de la vida, “el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia como son el nacimiento y la muerte” (EV 18).
Al culminar esta procesión que ha querido ser un canto a la vida quiero invitar a todos, en primer lugar a los creyentes, pero también a los miembros de otras confesiones religiosas y a los ciudadanos, a defender este derecho a la vida descubriendo que cuando este valor sagrado de la vida humana, desde su inicio hasta su término, no es respetado como bien primario e innegociable resulta imposible la convivencia humana y la misma comunidad política. Hemos caminado junto a María, nuestra Madre. Pidámosle a ella que nos ayude a comprender que el aborto será siempre un crimen abominable. No hay causa alguna que lo justifique. Que ella nos enseñe a respetarnos mutuamente para construir juntos una sociedad que, por la vinculación de sus miembros y el respeto por sus legítimas diversidades, se consolide en una amistad social que garantice la paz fundada en la justicia.
Queremos pedirle a la Virgen que bendiga a nuestras familias y a nuestro pueblo. Y renovar nuestro pacto de fidelidad a ella consagrándonos nuevamente a su maternal protección, que nos da la seguridad de un refugio para nuestras penas y de un corazón abierto para compartir nuestras alegrías.
La burda y sacrílega representación de la Virgen abortando en las mismas puertas de la Catedral por parte de un pequeño grupo que, ciertamente, no representaba a la mayoría que marchaba por la afirmación de derechos y valores sin duda legítimos ha sido una gravísima ofensa a la Virgen Santísima, en primer lugar, pero también a la fe, a la Iglesia y al mismo pueblo tucumano que reconoce mayoritariamente en María a su madre. De este hecho deben hacerse responsables quienes lo promovieron. Los fieles cristianos tenemos todo el derecho de exigir una reparación. Pero esta legítima exigencia no debe ser un sentimiento de rencor o violencia, sino, por el contrario, la expresión de un amor que no discrimina a nadie sino que se abre generosamente a todos.
+Alfredo Horacio Zecca
Arzobispo de Tucumán
San Miguel de Tucumán, 25 de marzo de 2017
Fuente: www.arzobispadotucuman.org.ar